Colombia es uno de los pocos países que no ha avalado este compromiso internacional, esto a pesar de ser un territorio megadiverso, necesitado de apoyo internacional para reducir sus emisiones de GEI asociadas a la deforestación y que clama asesoría mundial para diseñar medidas de adaptación que lo lleven a tolerar lluvias y sequías cada vez más intensas.
BOGOTÁ, NOVIEMBRE 10 DE 2016. A finales del año pasado, la mayoría de países del planeta adoptaron en la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático (COP 21), un pacto histórico para actuar frente a este fenómeno global.
Lo que desde momento ha sido bautizado como el ‘Acuerdo de París’, fijó, como uno de sus puntos principales, que las naciones iban a comenzar a limitar o a ponerle freno al aumento de sus emisiones de dióxido de carbono y de otros Gases de Efecto Invernadero (GEI), con el fin de que la temperatura promedio global no suba más allá de los dos grados centígrados.
Para lograr ese objetivo, cada país se impuso metas, de acuerdo a sus posibilidades; y Colombia no fue la excepción. En ese momento, diciembre de 2015, el presidente Juan Manuel Santos planteó, entre otras cosas, reducir en un 20 por ciento las emisiones contaminantes nacionales hacia 2030 y consolidar un Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático. Metas ambiciosas, plausibles, que sin embargo hoy las empaña el hecho de que, aunque el país firmó el acuerdo redactado en la capital francesa, ha sido uno de los pocos gobiernos que no lo ha ratificado.
Es decir, mientras que los congresos y otros estamentos legislativos de casi 100 países (que a su vez producen más del 70 por ciento de las emisiones de GEI), han dado el aval para que sus territorios acojan ese pacto mundial como una norma de obligatorio cumplimiento, en Colombia su ratificación está aún en trámite.El proyecto de ley que permite sancionarlo fue radicado en el Congreso de la República en septiembre pasado, casi un año después de terminada la COP 21. Y sólo ha recibido un debate de aprobación en la Comisión Segunda del Senado, de los al menos cuatro necesarios que se deben dar, además, en las plenarias de la Cámara de Representantes y el Senado.
Colombia es, según muchos análisis, el lugar más rico del mundo en recursos naturales por kilómetro cuadrado, con especies y ecosistemas trascendentales para la humanidad, recursos cuya supervivencia está en juego precisamente por la variabilidad y el cambio climáticos. Al menos por esta razón debió ser el primero en la fila de los países que se apresuraron a convalidar esa especie de contrato firmado al más alto nivel y que recibió luz verde oficialmente el pasado viernes 4 de noviembre, en Marrakech (Marruecos), justo antes de la apertura de la COP 22.
En la inauguración de esta cumbre, y luego de un discurso entusiasta de Patricia Espinosa, secretaria de la Convención de la ONU para el Cambio Climático, cientos de delegados aplaudieron su puesta en marcha, incluso los representantes colombianos, aun sabiendo que el país está en deuda con ese compromiso internacional.
La ratificación en Colombia del ‘Acuerdo de París’ no es un tema menor y debe acelerarse. Y no sólo por el hecho de que seamos una potencia biodiversa.
Otra justificación es el hecho de que debemos enviar un mensaje certero al mundo en el sentido de que el compromiso expresado por el presidente Santos, de querer reducir las emisiones nacionales de GEI, es serio. Porque aunque el territorio es responsable de solo el 0,46 % de la producción global de esas sustancias contaminantes, según datos de 2010, este porcentaje tiende a crecer.
Se calcula que si no se toman medidas, las emisiones podrían aumentar cerca de 50% en 2030 y, aunque aún son relativamente bajas en comparación con otros países, si se analizan en bloque, entre 1990 y 2012, el resultado nos sitúa entre los 40 países con mayor responsabilidad histórica en su generación, principalmente por la deforestación, que solo el año pasado arrasó con 124 mil hectáreas de bosques, entre otras cosas, para darle paso a la minería ilegal.
Recientemente, el Ideam lanzó el Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero y sentenció que el país aumentó sus emisiones en 15 por ciento en los últimos 20 años, porque, entre otras cosas, transformamos ecosistemas naturales en potreros y la ganadería se ha establecido en suelos que no son aptos para ella.
Otro tema que nos urge y nos debe llevar a sancionar este pacto de la ONU redactado en la ‘Ciudad Luz’ es la necesidad que tenemos de adaptarnos a un clima cada vez más variable, que no nos deja de hacer daño, pase lo que pase.
Entre 2010 y 2011 una temporada de lluvias impulsada por el fenómeno de ‘La Niña’ arrojó pérdidas enormes, de 2,2 por ciento del Producto Interno Bruto. Y el año pasado, una sequía asociada a un nuevo ‘Niño’ produjo 3.985 incendios forestales que afectaron más de 150.000 hectáreas, 318 municipios sufrieron escasez hídrica y 120 estuvieron en situación crítica; más de 260.000 hectáreas agrícolas fueron impactadas y los precios de los alimentos aumentaron dramáticamente.
¿Cuánto tiempo más vamos a esperar para tener un territorio fuerte y resistente? Queremos implementar un ‘Fondo para la Paz y el Desarrollo Sostenible’ (de cara al postconflicto) que podría requerir ayuda en dinero de otras naciones. Pretendemos lograr una economía baja en carbono. También conseguir alianzas para reducir nuestra deforestación con programas como ‘Visión Amazonía’ y tener áreas protegidas que sean económicamente viables. Incluso, desarrollar nuevas tecnologías para bajar nuestro impacto sobre la capa de ozono.
Queremos mucho, pero no tendremos autoridad moral para exigir apoyo de los países desarrollados, alcanzar todos estos propósitos y exigir a otras naciones acciones ambientales certeras, si como mínimo no damos un paso básico: ratificar el Acuerdo de París. Un paso que, al menos, nos llevaría a sintonizarnos con el globo y nos integraría a un consenso histórico, al primer convenio hecho por la humanidad ‘climáticamente hablando’.